Eitana siempre creyó que su vida ya había sido tallada desde antes de nacer. Se había asomado al mundo con los ojos bien abiertos, oscuros, obstinados y firmes, sin apenas llanto, por ello su abuela pronto comprendió cuál sería el carácter de aquella niña y, con admiración, de sus labios se rasgó eitana, con fuerza y valor. Tal vez, de no haber sido así, entonces no hubiese corrido como un pequeño león hacia su destino y, quizás, simplemente se hubiese quedado agazapada en la azotea de su casa ajena a la crucifixión de su padre. Pero no lo hizo. Y allí comenzó su esclavitud con apenas trece años.
Aquello sucedió en Julias, en la Palestina del año 54, durante el Imperio de Claudio. En aquel entonces, para ella Roma era un lugar demasiado lejano y terrible, simplemente un imposible que no imaginaba que se convertiría en su mundo. En aquel entonces, no podría comprender la indignidad de la esclavitud, ni las vejaciones de un juez avieso, quien habría de humillarla en un camastro lujoso. Quizás entonces, de haberlo sabido, habría deseado morir antes de partir. Pero la joven judía no había podido elegir su destino...