Nik Worth es una superestrella del rock. Cuando tenía diez años le regalaron una guitarra, y ahora que es un cincuentón, documentar el recorrido de sus dos bandas, los Fakes y los Demonics, parece una tarea de titanes. Por no hablar del empeño que haría falta para catalogar su obra «en solitario».
Esto último, lo de solitario, tampoco podría ser más preciso. Porque el gran público de Nik consiste en realidad en él mismo, que sigue siendo casi tan guapo, talentoso y carismático como en 1973, la novia de turno, su sobrina Ada, algún amigo incondicional, probablemente alcohólico como Nik (que de hecho trabaja media jornada de barman), y desde luego su hermana Denise.
Nik y Denise crecieron juntos y sin demasiada supervisión en medio de la escena musical underground de Los Ángeles. Se tenían, sobre todo, el uno al otro. Tres décadas más tarde, en una novela que cambia de punto de vista sin que nos demos cuenta, la voz inteligente y melancólica de Denise se confunde con la voz, o las voces, de Nik.
Denise está obsesionada por la memoria. Por el olvido. Por lo que queda cuando los otros ya no están. Nik, en cambio, tiene otro tipo de relación con el futuro. Y parece vivir en el pasado. Aunque sus ganas de hacer música siempre han sido tan reales como los discos que ha grabado en su estudio del garaje.
Nik nunca sacrificó lo que entendía por arte para entrar en el sistema. Claro que el sistema tampoco le hizo un contrato. De modo que él mismo ha reescrito la historia y, obsesionado también con el recuerdo, en su manía ha archivado todas las reseñas, las cartas de los fans y las críticas (incluso las negativas, porque toda estrella que se precie tiene su némesis) que ha imaginado.
Parafraseando a Nik: imaginen una «libertad total». Y al margen de nuestra cultura del éxito, la celebridad y la autopromoción, casi acertarán.