En la correspondencia, todavía inédita, entre el escritor Juan Benet y el psiquiatra Carlos Castilla del Pino, el autor de Volverás a Región , cuestionando la validez del relato freudiano como instrumento para desvelar la geología de las estructuras narrativas, hace ver a su interlocutor que, más allá de la figura paterna, es la ausencia o presencia ancestral de los abuelos la que determina en buena parte el destino realista o fantástico de toda narración, pues, en definitiva, de su patrimonio y herencia depende, en última instancia, la constitución del imaginario familiar. Quizá por eso una sociedad que condena a sus mayores al frío y solitario acabamiento carece de imaginación colectiva y está obligada a producir y consumir una literatura con la que entretener la mala conciencia. Y quizá por eso esta novela no renuncia a moverse entre las sombras que unen y separan lo dicho y lo callado.
Porque la realidad podría ser la luz, se dice en esta extraña, opaca y un tanto turbia narración que parece tener su origen en el reclamo silencioso de una abuela que no se resigna -"¡Vámonos!"- ni al olvido ni al abandono. Y porque la luz crea silencios e historias que subrayan la oscuridad de los afectos que nos hacen y nos alivian, nos hieren y nos deshacen. Pero no nos pongamos catedralicios, que esta novela al fin y al cabo es también la historia de siempre sobre cómo los hijos (e hijas) deben saldar cuentas y romper raíces si quieren crecer y multiplicarse para luego acaso tener hijos (e hijas) que algún día los matarán o abandonarán en el bosque, y así será por los siglos de los siglos hasta que la reproducción in vitro y en serie convierta en inútil la familia, los cuentos de hadas y tantas otras zarandajas.
Una novela sobre ese inevitable hijo pródigo que todos llevamos dentro.