En el Año Mil, tras el fallecimiento de su marido, la condesa de Conquereuil emprende peregrinación a Santiago de Compostela desde la Bretaña francesa, para postrarse ante el Apóstol, recibir la indulgencia y pedirle que haga crecer a su hija pequeña, que es enana y que, a causa de su deformidad, ha sido rechazada por las gentes y hasta por su propio padre, pues la han creído endemoniada.
Sale al camino con un séquito de 200 servidores, recorre vías romanas, caminos y veredas; atraviesa puentes inestables; se hospeda en conventos, hospitales o posadas, y duerme bajo su tienda o al raso. Y a lo largo de tantas millas se topa con increíbles y estrafalarios personajes, y vive no menos excitantes aventuras.
Conquereuil, Nantes, Niort, Burdeos, Belin, Lesperon, Roncesvalles, Pamplona, Gares, Lizarra, Nájera, los montes de Oca, Burgos, Castrogeriz, Carrión, León, Astorga, la tierra del Bierzo, el puerto del Cebrero, Triacastela, Sarria, Mellid, hasta que, antes del monte del Gozo, a lo lejos se avista la ciudad de Santiago de Compostela. Puntos que conforman el Camino Francés, que consolidó la prosperidad de las poblaciones que se encontraban o se levantaron a su paso. Por él no sólo circularon personas, sino, con ellas, ideas y arte, en un camino que fue de ida y vuelta. En efecto, en una Europa fragmentada política y lingüísticamente, el Camino de Santiago sirvió desde entonces como nexo de unión entre todos los pueblos que la constituyen en el presente.
Ángeles de Irisarri nos traslada esta vez a la Europa medieval, en la que se gestó un itinerario que hasta el día de hoy han recorrido millones de peregrinos. Una narración plagada de variopintos personajes, que nos recuerdan a Chaucer o a Bocaccio. El lector no sólo recorrerá con gusto las páginas de esta afable novela, sino también un camino que le puede llevar hasta donde él quiera.