«Como en los soliloquios de las grandes tragedias de Shakespeare, el hombre se desnuda frente al espejo. Y he aquí lo que el espejo refleja: el recuerdo nebuloso de la infancia y la juventud, o el de la embriaguez que le condujo a escribir aquel primer libro de las maravillas. Borradores, palimpsestos, silencios. Pero ahora, a solas consigo mismo, desespera por completo. Y he aquí lo que ve: su cuerpo ya no es la palabra bella ni el grácil discurso. Ahora no es más que un corazón que late, la verdad que se ha librado de toda la literatura del mar, de la isla, de la estrella o de la piedra. Ahora es vida la palabra mar y la palabra estrella y la palabra piedra y la palabra isla. Son sangre estas palabras, vuelven a serlo, vuelven a estar vivas. Y sucede tan pocas veces... Yo los llamo poetas trágicos: R. M. Rilke, W. B. Yeats, Yannis Ritzos, J. A. Valente, Antonio Gamoneda, Joan Vinyoli, Andreu Vidal y José Carlos Cataño. Los demás vivimos una mortecina y académica juventud hecha de tinta, no de sangre, de sangre vieja, de sangre de Muerte». Albert Roig