Dos voces responden a los interrogantes que provocan estas muertes: mientras una voz juvenil en segunda persona va esbozando en sucesivos intermedios de la trama la experiencia y el ánimo que mueven a las chicas al suicidio, un narrador externo desarrolla la historia del hallazgo de los cuerpos, del cataclismo que desata en las familias, de la implicación de la realidad escolar en los sucesos y de la investigación policial. Con el encaje de ambas voces se compone el mapa completo de la tragedia desencadenante del suicidio de las jóvenes.
La vida cuando era frágil está narrada desde una mirada aguda, sensible e inteligente, donde la autora se hace a un lado y no pretende brillar. No intenta hacer uso y abuso del recurso. No se limita ni se excede. No elige hacer giros ni artilugios literarios demasiado estridentes, solo nos toma de la mano y nos acompaña a transitar por el dolor que las protagonistas no supieron —no ¿quisieron?— o no pudieron superar, con la particularidad de hacernos sentir —por momentos— víctimas y, al mismo tiempo, victimarios, y forzándonos a mirar y mirarlas de frente.
A mirarnos. A dejar de taparnos los ojos y desnudarnos frente al espejo de nuestros propios prejuicios para, entre otras cosas, saber cuál es el precio que —aún hoy y de la manera más brutal— muchas mujeres nos sentimos ¿obligadas? a pagar en nombre de nuestra tan vapuleada libertad.