Luz (1962) y Hierba (1963) son los dos primeros libros de poesía de Inger Christensen. Fueron escritos por una poeta que aún no había cumplido los treinta años, y sin embargo, no son obras de juventud. En ellos aparecen ya los temas y las formas exigentes y experimentales que recorrerán el resto de su producción, y que la convertirán en una de las mayores poetas europeas del siglo xx: la identificación casi panteísta con los paisajes y la naturaleza salvaje de Dinamarca; la obsesión por encontrar, debajo de la gramática ordinaria, una lengua total capaz de comunicarse con todos los seres, animados e inanimados, visibles e invisibles, que habitan el mundo; y la necesidad de unir la música, la poesía, las artes visuales y las matemáticas en un todo. Porque en estos libros la presencia de las formas, de los colores y de los trazos de Chagall, Picasso, Pollock o Jorn, los pintores que amaba y que forjaron parte de su imaginario, es constante. Pero también lo es la música, desde la litúrgica hasta los sonidos de la vida cotidiana. Es tanta la importancia de lo musical que, en sus primeros recitales, Christensen cantaba algunos de estos poemas acompañados por música vanguardista.
Detrás de la aparente complejidad de Luz y Hierba, subyace el impulso elemental que guía a todo poeta, a todo ser humano: la transformación del mundo; la abolición de las fronteras, físicas y mentales, que nos separan de los otros; la invención de una lengua nueva que alivie nuestro dolor y nos reconcilie con la devastación del tiempo.