El inconsciente no conoce el tiempo, no tiene un antes y un después, no tiene una historia propia. Y sin embargo, no siempre es el mismo. Su manifestación en la vida de las personas y en las sociedades depende de condiciones históricas en constante cambio. A principios del siglo XX, Freud lo caracterizó como el lado oscuro del Progreso y la Razón. En la década del setenta, Deleuze y Guattari rechazaron la idea de que el inconsciente fuera una especie de depósito de las experiencias que no queremos traer a nuestra vida consciente. El inconsciente no es un teatro, sino un laboratorio; la fuerza magmática que produce incesantemente nuevas posibilidades de imaginación. Cincuenta años después de estas formulaciones, podemos leer en ellas una tensión que condiciona nuestro presente al contraponer la utopía de la "liberación del deseo" con la distopía del capitalismo neoliberal, en el que el deseo es celebrado como el impulso al consumo, la competencia y el crecimiento económico, mientras el placer se posterga indefinidamente. Este régimen social llevó a la configuración de una nuevo régimen psicopatológico, el cu